domingo, julio 25, 2010


Perdedores
No creo en las coincidencias, sino en la redundancia del destino. Guti se despide y lo hace el día en que Alonso vuelve a ganar, Contador suma su tercer Tour; en la víspera de que se despida Raúl, el niño bueno, el Tom Cruise (que decía Andrés Montes) del fútbol español hasta que se convirtió en un héroe viejo, caducado y los buenos, los niños buenos, son ahora una selección completa.
Guti no tendrá la última portada.
Y no es coincidencia, es consecuencia. Es el sino del antihéroe, del perdedor impenitente, del talento que daba miedo y encendía las envidias más primarias: vaya tontería más grande otros tópicos como rebelde sin causa o genio incomprendido. Guti tenía razones para odiar el mundo cabrón del fútbol, el microcosmos pelota y sobón del periodismo deportivo del que tanto se ha reído; se rebeló contra todo ello, no acató el juego de apariencias y la prensa se lo ha hecho pagar convirtiéndolo en sospechoso habitual, en indolente que desperdiciaba su talento. Los mediocres (tanto entre compañeros de equipo como en periodistas) se conjuraron contra él (exacto, como aquella cita de Swift, convertida en libro por Kennedy Toole, que hablaba de que sólo se reconoce a un verdadero genio cuando todos los necios se conjuran contra él), fabricaron una imagen a medida de sus frustraciones, el saco de arena idóneo.
Mientras tanto, Guti sumaba frustraciones propias. Como al tópico del hermano mediano, a Guti nunca se le perdonaba nada. Nunca fue el preferido de la familia, el hijo pródigo. O algo peor, Guti ha sido víctima de la demagogia mediática, esa misma que sólo critica a la Casa Real británica y la tilda de crápula y decadente porque es la única que permite el ataque. O no le importa siquiera. Raúl encadenaba diez partidos desaparecidos y se alababa su lucha; cuando Guti jugaba medio partido malo era retirado al banquilo y castigado de nuevo… hasta que volvía a reivindicarse, una vez más. Cuando había que hacerle hueco a la política de vestuario, al fichaje de relumbrón, el que salía del once era Guti. Así que no jugó ni un solo minuto de las tres finales de Champions de su palmarés… Había que hacerle hueco a Karemebeu, Solari, Mcmanaman, Anelka… como en la plantilla los Morientes, Ronaldo, Zidane, Beckham y demás llegaban siempre para ocupar su puesto…
Sin embargo, algo hará mal Guti cuando nunca cuajó (dicen, porque jugar más de 30 partidos al año en el Madrid durante más de diez años lo han hecho muy pocos). Que si el rebelde, el malo de la película, el que se iba de juerga (ay, los futbolistas, esas hermanas de la caridad nocturnas, esos veinteañeros multimillonarios que prefieren quedarse en casa y no salir nunca de marcha), el que perdía los papeles (Cristiano no los pierde, sino que le provocan), el que salía en la prensa rosa…
Ya.
De acuerdo: seguramente Guti nunca sería el padrino de mi hijo ni mi mejor amigo, porque es verdad, parece antipático.
Eso me da igual: Faulkner era un racista borracho y John Ford un fascista. Tanto de uno como de otro me importa lo que dejó, lo que significa.
Para irme de cañas tengo a mis amigos.
Soy gutista porque merecía la pena verle parar un balón y levantar el pie como sólo merecía la pena ver moverse a Zidane o ahora sólo nos quedará la ingravidez de Iniesta. Cuando le llegaba al balón podías esperar algo. Lo que en esta vida ya es mucho pedir: la esperanza de algo bueno durante un solo instante.
Pero soy gutista porque era un perdedor reincidente (son los mejores perdedores, los que insisten en la derrota) en esa conjura que los necios montaron contra él.
Y el tío aún salió a Riazor, campo maldito para el Madrid, con el Barcelona de los niños buenos descolgándose en la clasificación, con el equipo mermado por las bajas, con esos 25 años de desilusiones e insultos a las espaldas e hizo lo que hizo.
Lo impensable.
No miró atrás, dejó el balón atrás.
Adiós.

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